Reflexiones sobre el trabajo de Teresa Burga
Este año la revista Somos cumplió 25 años y editó un número especial en el que resumió su visión del Perú en las categorías en las que suelen dividir las publicaciones locales los complejos entramados que prefieren ignorar cuando no aportan a sus discursos mercantiles de turno. Aunque cada vez hay menos que leer en esa revista, han habido momentos en los que ha tomado el pulso a la escena local, como parte de uno de los periódicos en lo que algún rezago de crítica artística ha podido subsistir.
En el recuento mencionado, el repaso a las últimas dos décadas de producción artística no incluía el nombre de una sola mujer. En las dos páginas dedicadas a la “cultura” la única imagen de una mujer era la de Blanca Varela. Esta exclusión es sintomática de las condiciones de los sistemas del arte en el país y su relación con los medios de comunicación, activos generadores de un parnaso de prominentes figuras masculinas de gran demanda en el mercado. Es por eso que no es de extrañar el perfil bajo que la trayectoria de Teresa Burga ha mantenido hasta que Miguel López y Emilio Tarazona decidieron, afortunadamente, investigarla.
Sobre todo cuando sabemos que desde el inicio de su carrera, Teresa asumió su quehacer como algo que existía ajeno a los vaivenes y tendencias de la compra y venta. Sin preocuparse por un reconocimiento traducible en lo mediático o lo tasable, su uso del tiempo parece haber obedecido a un ritmo muy particular, totalmente maleable a sus necesidades de experimentación. Quizá cargado de la densidad del tiempo cuyo transcurrir se hace notar al emplearse en actividades impersonales o monótonas, como las que podía realizar en las aduanas, donde trabajó gran parte de su vida para mantener la independencia que le permitió llevar tan lejos la “improductividad” del trabajo artístico.
Cuando conocí a Teresa en el 2007 para restaurar la “cama-mujer” que se mostraría en la exposición “Arte Nuevo”, me sorprendió la desafección con la que se expresaba sobre las creaciones, que conservaba entonces aún en desorden, por diferentes partes de su casa. Años de existir sin recibir atención o comentario alguno contrastaban con la gran emoción que Miguel y yo compartimos entonces al descubrirlos. La ausencia de interlocutores que había caracterizado su proceso artístico, contrasta también enormemente con el espacio que su aparición en la historia del arte peruano reciente llena para personas como yo, que encontramos de pronto un importante referente hacia donde mirar y que podemos alegrarnos y enorgullecernos de sentirnos en cierta manera herederos de algunas de sus preocupaciones y estrategias.
Pero una mayor difusión de su obra no hará que Teresa cambie su forma de contarla, pues para ella parece haber sido siempre natural tener una idea y llevarla a cabo, y no parece encontrar mayor mérito en este hecho. ¡Como si para todo el mundo fuera lo normal ver hecho realidad algo que imaginó!, ¡Como si todo el mundo se atreviera a probar tantas maneras de hacer las cosas, tantos lenguajes y códigos distintos! ¡Como si fuera lo habitual despreocuparse de categorías, etiquetas, expectativas ajenas y de las estructuras del contexto! Por eso creo que en la foto frontal de “Informe autorretrato”, Teresa se ríe ligeramente. Sabe que está concretando otra idea y que de esa podrá pasar a otra, porque tal como cita Marie-France Cathelat a Mercedes Cabello en el libro, “toda idea invita otra mayor que la ha de suceder”.
En este caso podemos ser testigos de la variedad de recursos con los que Teresa materializó lo que miraba y pensaba. Y en el conjunto de piezas que he conocido a través del libro me sorprendió encontrar la “Estructura Propuesta Sonido”: partituras realizadas en base a un poema de, nuevamente, Blanca Varela, con quien creo que Teresa comparte la discreta concisión de quien mira con distancia, atentamente, los fenómenos pero sin pretender traducirlos o explicarlos. Los disecciona y ofrece pistas, señalamientos específicos, aparentemente desapasionados pero que expresan latencias, pulsiones de un compromiso vital de orden mayor, de una voz que no se debilita por existir solitaria y cuyos caminos tocan sutil pero íntimamente a quienes están a la escucha.
Desde hace un tiempo vengo pensando qué preguntas deberían incluirse si se hiciera una nueva versión de “Perfil de la Mujer Peruana”, a 30 años de su elaboración, por parte de Teresa y Marie-France Cathelat. Aquel proyecto inclasificable por ser participativo, de investigación, procesual, editorial y expositivo abarcó un abanico de temas cuya actualidad y carácter de urgencia, respecto a los temas sobre los que llamaba a la reflexión, lamentablemente, se mantiene casi inalterada. Tres décadas después de que esta artista y esta investigadora se unieran para tratar de poner en debate cuestiones tradicionalmente invisibilizadas en nuestro país respecto a los alcances y límites del rol de la mujer en la sociedad, la primera candidata presidencial con reales posibilidades de ganar, usó su condición de mujer y de madre como garantes de una honestidad y confianza que poco tenían que ver con su prontuario y el de su partido. Así también, las recientes opiniones que declararon la inutilidad del Ministerio de la Mujer al habérsele quitado la responsabilidad de los programas sociales, evidencian la preeminencia del imaginario que equipara mujer con familia e, independientemente de la pertinencia de dicha institución, muestra una alarmante indiferencia hacia la agenda pendiente en temas de género. En el año 81,
“Perfil de la Mujer Peruana” planteó abiertamente preguntas que hoy son aún consideradas tabú, y que son ineludibles para alcanzar la autonomía de la mujer para empezar, respecto a su propio cuerpo.
En ese sentido rescato el comentario de Mirko Lauer, cuando en el libro sostiene “mi impresión es que lo que nos están diciendo es: nosotras podemos hablar en términos artísticos sobre la mujer y decir cosas más importantes, más interesantes y más relevantes de las que probablemente 120 años de lienzos en este país han presentado. Nosotras estamos en condiciones de superar esta visión artística de la mujer en el Perú e ir más allá de lo que la vista da, ir más allá del ojo, y hacer una especie de corte transversal de esta realidad y, gracias al recurso de liberar el arte de la pura visibilidad, del recurso básicamente primitivo de presentar la imagen pintada, crear un conocimiento de tipo nuevo.”
Leer esta cita de hace treinta años me hizo recordar algo que leí hace tres meses en la introducción que Pablo Oyarzun hace a su traducción de “El Narrador” de Walter Benjamin: “el índice fundamental del “presente” es la complejidad de las relaciones que constituyen el mundo moderno, una complejidad que impone por doquier el trabajo de la mediación (…) El mundo como obra humana desplaza a la obra de arte como reflejo del mundo (…) De ahí que también la única vía por la cual sea posible hacerse cargo de tal complejidad, llevando a la concreta realización de ese mundo como espacio histórico de la libertad realizada, es la misma que está en las bases de su progresiva construcción, es decir, el desarrollo pleno de la reflexión. Esta, en un sentido general, podría referirse al modo de producción del mundo moderno en cuanto tal, cuya experiencia matriz tendrá que ser, de ahora en adelante, reflexiva, no reflejada.”
Admiro a Teresa porque ejerció libremente el desarrollo pleno de la reflexión y lo seguirá haciendo, según me han contado. Admiro a muchas artistas mujeres que no salen en recuentos pues carecemos de espacios serios de crítica de arte. Y admiro a muchos artistas hombres que también liberan con su quehacer las posibilidades del arte y el conocimiento, siguiendo sus intuiciones solitarias hasta volverlas algo para compartir, como han hecho Miguel y Emilio con este libro y con las exposiciones por las que conocí el trabajo de Teresa. Agradezcamos que su trabajo no está disperso en casas particulares, si no que es un cuerpo complejo y disponible para ser mostrado y pensado por fin, como lo merece.
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